Podemos sentir que la vida es buena y que por ello vale la pena ser agradecidos o en cambio concluir que es una condición en la que siempre habrá motivos para sentirnos a disgusto o contrariados.
El que tomemos una u otra posición dependerá del trabajo que realicemos sobre nosotros mismos. ¿Es que acaso no hay personas que siempre sienten agradecimiento mientras que otras tienden a ser quejosas, insatisfechas y malhumoradas? O tal vez, a nosotros mismos, ¿No nos suele ocurrir que olvidamos de agradecer, mientras viramos en ese mismo instante hacia la queja y el malestar injustificado?
Cuando evaluamos la vida, algunas cosas que pensamos o decimos tienen que ver con los acontecimientos en sí, con los hechos: “me pasa esto, me molesta esto o esto me parece bien, lo voy a seguir haciendo, lo voy a dejar de hacer…”. Es adecuado entonces observar y opinar acerca de los hechos ya que -si logramos tener una percepción ajustada de ellos- también podremos cambiarlos cuando es necesario. Pero muy a menudo nos quejamos y esto ya es no tanto producto del mundo de la realidad objetiva sino de nuestras valoraciones a posteriori de los hechos en sí: podemos convertir a un día nublado en un día “feo”, a una persona molesta en nuestro peor enemigo, tal vez nos evaluemos a nosotros mismos como los “peores”, los más imperfectos o deficitarios, podemos convertir una característica propia en el motivo más fundado para fastidiarnos con nuestra propia persona y así en más, nada nos viene bien si nuestro objetivo es encontrar algo para quejarnos.
Pero entonces, si quejarse es tan malo: ¿por qué nos quejamos? La queja es un hábito que se retroalimenta permanentemente porque tenemos miedo de estar en el presente, de aceptar lo que somos, de dejar de querer ser lo que no somos. El ego le teme al cambio, le teme al espacio abierto o al vacío que se produce cuando no estamos habitando el malestar. Hemos aprendido a quejarnos y ya no sabemos vivir sin hacerlo: el mundo siempre me está debiendo algo a mí, concluimos. El hábito de la queja inunda nuestra mente de descontento inútil llenando nuestros días como a un recipiente en el que ya no caben otras cosas más que quejas, por lo tanto, tampoco entran allí ni el goce, ni el agradecimiento.
Para constatar si esto es así, solo basta observar que muchos que tienen de todo no son felices, en cambio otros que no tienen mucho sí lo son ¿Cuál sería la diferencia? Que los segundos son agradecidos. ¿Y qué pone en evidencia estos hechos? Que la felicidad depende de nuestra actitud y que a esta se accede cuando no la hacemos depender de lo que nos pasa o nos deja de pasar en el momento.
¿Qué podemos hacer entonces? En primer lugar comprender que el agradecimiento no es una acción que consista en decir siempre gracias a los demás. Cuando decimos gracias generalmente lo hacemos por el otro, pero cuando sentimos agradecimiento no solo nos beneficiamos nosotros mismos, sino que ejercemos una acción cuyas consecuencias repercuten en todo el entorno volviendo una y mil veces nuevamente hacia nosotros.
Entonces, el agradecimiento es una práctica, que a diferencia de otras más complejas, se puede empezar a hacer ya mismo. Es una práctica porque depende del ejercicio de nuestro discernimiento, depende de que aprendamos a estar en el presente, a estar conscientes, atentos, y esto permite disolver la ilusión del propio ego, el ego que está hecho del pasado, que está basado en lo que hicimos, en lo que suponemos que somos, en la identidad que fijamos y que no nos deja ser de otra manera. Pero… ¿Quién dice quiénes somos en realidad? Si el ego se disuelve, nada puede pedir para sí, ni exigir, ni añorar cosas distintas de lo que tenemos y somos en el presente, estaremos así aceptando la oportunidad del goce. ¿Qué oportunidad? La de cambiar y el potencial de cambio es la riqueza que se bloquea cuando nos quejamos.
Es importante entonces detenerse a pensar cómo, cuándo y cuánto somos capaces de ser agradecidos ya que ser agradecidos es sinónimo de ser felices.
David Steindl-Rast